18 Sep La viga y la paja
En términos generales, puedo decir que nuestro enfermar psicoemocional es mal comprendido, mal tratado y mal mirado por los sufrientes, los profesionales y la gente, ampliamente considerados. Ignorancia, soberbia y cobardía hacen que así sean las cosas. Pura ceguera óntica revestida de variopintas, a veces incluso eruditas, justificaciones. Falta de reconocimiento, en definitiva.
Los tratamientos se limitan, mayoritariamente, a lo sintomático. Algo así como tratar un flemón solo con analgésicos: puede ocurrir que el flemón se convierta en un absceso, el absceso produzca una sepsis y conduzca a la muerte.
El tratamiento sintomático del conflicto existencial, conduce, con notable frecuencia, a la muerte emocional del individuo. La falta de Amor a Si mismo es el analgésico contra el dolor emocional. El sufrimiento y la queja, los signos de putrefacción del cadáver de un Ser.
A través del sufrimiento contaminamos a las personas que, probablemente, nos quieren y las ahuyentamos (¿será que buscamos el desamor en lugar del amor, rechazo en lugar de aceptación?). La queja, la seducción, nos permite pedir sin pedir, y agredir sin agredir: vivir sin riesgos, sin mostrarnos primero nosotros (¿será que solo queremos que quieran, a quien nosotros queremos que quieran y no a quien somos?). Y con la culpa reciclamos todo el proceso, (¿será que tenemos que darnos algún motivo para sufrir y quejarnos?). Podemos pasarnos buena parte de nuestra vida sufriendo y haciendo sufrir; volcados en el polo del displacer somos generadores de mal vivir.
Esto es sadomasoquismo puro y duro, sin teoría ninguna: La dificultad que tenemos para generar, sentir y vivir el placer, y la poca tolerancia hacia el feliz vivir del prójimo.
Intentamos buscar algún responsable de lo que a nosotros nos ocurre: el padre, la madre, el trabajo, la pareja o la amante, o todos, por que no; más genéricamente, la sociedad. La
enfermedad, obviamente, es la pertinaz responsable de nuestro mal vivir. Ineficaz, ¿no es cierto? Mientras que yo como individuo ni me responsabilizo de mí, ni de mi enfermedad; y puedo no hacerlo gracias a que, probablemente, habré perdido mi condición individual de libertad.
Y todo porque, de algún modo, hemos supuesto que es la mejor manera de evitarnos un mal mayor: que nos dejen de querer, dejarnos de querer a nosotros mismos; provocamos, así, lo que tememos. Pura, grandiosa y temida, fantasía infantil, carroña dolorosa, cronificada como un flemón calcificado en el centro del corazón, que se transmite de generación en generación, “la neurosis original”, como un gen dominante en la herencia emocional occidental, haciendo profecía lo del “valle de lágrimas”. Una parte negativa de nuestra tradición judeocristiana, que con el correr del tiempo ha borrado, difuminado o tergiversado lo sensorialmente placentero, introduciendo el miedo en la raíz de la vida. Ha puesto difícil la realización de nuestra natural inclinación al placer y evitación del displacer, le ha quitado el abono a la tierra, ha desertizado nuestra alma: ha pervertido el instinto de vida.
El síntoma y la enfermedad son nuestro salvavidas, ellos nos avisan, en instancia urgente, de que vamos errados en nuestro vivir, que partimos de un punto de vista errado y seguimos un camino errado que, en buena parte, hay que desandar y volver a andar. Inevitablemente hay que partir de un punto de vista correcto para encontrar el tesoro de la salud, esto lo sabe cualquier pirata. Pero en lugar de intentar comprender y conocer nuestro mapa del tesoro, nos dedicamos a patalear como niños mal criados y caprichosos. Hacemos oídos sordos a estos aliados que nos están diciendo: “levántate y anda”, ve a la vida, muévete, toma la acción de ti y devuélvele a la vida lo que la vida te ha dado generosamente; se hombre, se mujer, SE HUMANO.
Nos hacemos trampa intentado buscar un atajo que, generalmente, conduce al “callejón de las cacas”. Pedimos a gritos que nos extirpen nuestro síntoma, como si de una muela se tratara, que encapsulen nuestra enfermedad, que nos hagan un tratamiento sin problemas. Pastillita mágica de cada día, dánosla hoy; como un bebe dependiente e indefenso abrimos la boca a la teta que no cesa de manar anestesia.
Queremos salud, pero nos parece excesivo el esfuerzo necesario para saber dónde está e ir a por ella. Salud no solo es la ausencia de enfermedad, Salud es la presencia del vivir con placer, con gozo. De vivir creativamente nuestras vidas, de “inventar nuestro propio pecado y morir de nuestro propio veneno”. Escondidos tras el síntoma, contra el que simulamos luchar, pero en realidad mantenemos, metidos en la cuna de la enfermedad, pasa la vida por nosotros y ni la olemos. Así transigimos con lo que transigimos y toleramos lo intolerable, hasta que nos engañen: dónde va Vicente, donde va la gente.
Da igual, nos escondamos donde nos escondamos, tras el síntoma, la enfermedad, la bata blanca, la mesa del despacho o el libro de aquel que supo tanto y que, por supuesto, tiene la verdad. Da igual, cada uno en particular es responsable de su vida y de sus actos, y la vida nos pasará factura por lo que no hayamos usado, por lo que no le hayamos devuelto, aunque solo sea porque no es de buen gusto despreciar un regalo, o devolver en mal estado lo que se nos prestó.
Sabio no viene de saber, sino de conocer; y conocer no es solo una función del cerebro, sino la experiencia de Ser.
Vale la pena plantearse, como de niños, “qué quiero SER cuando sea MAYOR”, y jugársela por ello, aun con miedo. Vale la pena plantearse qué hacemos con los que están con nosotros y con los que vienen a pedir ayuda, y cómo jugamos este juego, porque, aun sin quererlo ser, somos responsables de nosotros mismos, inevitablemente. La cosa es así, no hay más ley que la Ley de la Vida: Vida a cambio de responsabilidad, no gratuitamente. Vale la pena conocerla. Vale la pena amarla, gozarla y preñarla. Vale la pena crear vida. Vale la pena estar presente.
— Juanjo Albert